¿Qué haces?, me pregunta lacónicamente mi hija de 14 años. Le respondo otro intencionado SMS: “Estoy viendo, aprendiendo y disfrutando de la parte más amable y hermosa de la vida: el sol, la brisa, el océano, la gente…” Sé que ella no me entiende pero ¿cómo podría molestarme?, yo tampoco me entiendo.
Estoy en “A Coruña” y lo que realmente estoy haciendo es ir de boda.
He salido muy pronto y llego a la iglesia con mucha antelación. No hay nadie, bueno sí, hay un sacristán que se mueve rápido en todas direcciones. Le pregunto: ¿ahora hay una boda, verdad?, “por el momento sí”, me responde. Quiero irme.
Hace mucho que no piso una iglesia. Me doy cuenta cuando entro en ella y no porque haga memoria de fechas y calendarios, no. Me doy cuenta por la sensación que me invade al entrar: una impresión de lejanía, como si me trasladase a través del túnel del tiempo hasta un lugar ajeno, un orbe de estímulos caducos y añejos que quisieran traer a la memoria imágenes de una ensoñación correspondiente a otra vida. Seguramente aquella en la que fui monaguillo. Quiero irme.
Nada más entrar, incluso antes de que la vista se acomode a la penumbra, un intenso olor me contamina de una desagradable humedad, oscura, fría, polvorienta, pegajosa y familiar. Poco a poco va tomando forma una luz tímida, escondida y que apenas deja sombra en los nervios y dibujos de esas majestuosas columnas rectangulares que vigilan firmes como filas de soldados a ambos lados del escenario. Naves y retablos aprendices de catedral. Paredes llenas de desdibujadas e irreales imágenes de cadáveres que parecen mirarme y que disimulan malamente su palidez con colores mortecinos. Sobrenaturales candelabros hacen ostentación de su grandiosidad en el centro del espacio, allá a lo alto, como flotando, con una piel de madera vieja e irreal sobre la que unas luces solemnes parecen querer dar fe de su arrogancia. Solo la elaborada madera de los hermosos bancos y su pulida suavidad de innumerables plegarias compite con ellos en protagonismo. En fin, un paisaje imposible que bien podría ser de cartón piedra, tramoya, plano, puros efectos especiales a punto para iniciar un rodaje inverosímil.
Pienso que si no fuera por la tradición de siglos y siglos de refinada consolidación de su eficaz imagen, nadie en la actualidad podría crear algo así partiendo solo de la imaginación y la fantasía. Bueno, quizá Spielberg. Pero la realidad siempre supera a la fantasía.
Siento la necesidad de transmitir algo de todo esto y casi instintivamente cojo el móvil. No, me digo, no otro SMS. Quiero irme.
Y de pronto, como despertando de un encantamiento de siglos, todo el paisaje que me rodea empieza a tomar vida, se ilumina y adquiere la categoría de imprescindible, es el momento en el que desde el coro empiezan a sonar inesperados instrumentos. Hay sentimientos reservados solo para la música. Un violín, un chelo, y unas cuerdas de gargantas angelicales recuperan el sentido de todos y cada uno de los elementos que se apresuran en reclamar su merecido protagonismo. Ha empezado la función, el telón se ha levantado y el escenario me deja absorto en esa liturgia de transformación: música, sonido, color, espacio,… en resumen, arte. Nada que envidiar a El Real.
Albinoni, Vivaldi, Mozart,… dios existe, concluyo.
Me quedo.
Amén.
3 comentarios:
Si no dejo un comentario me siento como una ladronzuela que coge un pastel y se va sin pagar.
Siento que no aporte nada a la entrada y sólo sirva para acallar mi conciencia.
Tu presencia siempre reconforta, Camino. Es un placer tener noticias tuyas y sólo lamento, por impaciente, no poder disfrutar aún de tu magnífico blog. ¿Puedo animarte a ello?
Espero que estés bien.
Un abrazo.
Si encuentro algo que contar seguro que me aportaréis la visión complementaria más enriquecedora. Hum...me estoy animando ;)
Mil abrazos Javier
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