Oración de Deméter para Hades
"Sólo esto deseo para ti, el conocimiento.
Entender que cada deseo tiene un límite,
para saber en qué medida somos responsables de las vidas
que cambiamos. Ninguna fe viene sin costo,
nadie cree sin morir.
Ahora, por primera vez
veo claramente el sendero que plantaste,
qué tierra se abrió para dilapidarse,
aunque soñaste con una riqueza
de flores.
No existen maldiciones - sólo espejos
sostenidos en las almas de dioses y mortales.
Y entonces yo abandono también este destino.
Cree en ti,
continúa - mira adónde te lleva."
Rita Dove (Estados Unidos)
Traducción de Raúl Jaime Gaviria
Traducción de Raúl Jaime Gaviria
"El quiosco de prensa que había en la esquina de mi calle desapareció hace ya algún tiempo, la quiosquera se jubiló. Era pequeño y aunque no contenía, ninguno lo hace, códices manuscritos, su ausencia ha restado tanta categoría humana y estética a mi otoño urbano como si los hubiera tenido realmente. La simpatía de aquella mujer sola en su isla, enfundada en un gorro y bufanda de lana, que siempre tenía un saludo y una sonrisa dispuestos, llenaba de calidez la soledad oscura y desapacible de las madrugadas otoñales en el camino al trabajo.
Fantaseo con la posibilidad de que en un futuro no muy lejano haya una aplicación que permita interactuar con el tiempo, el clima, las estaciones,... Aunque quizá lo mejor, hoy por hoy, sea trasladarse al Caribe directamente.
El otoño me evoca esas épocas difíciles y oscuras de la vida en las que, consciente de haber caído muy bajo, uno presiente que aún no ha tocado fondo. Evidentemente queda por venir el invierno antes de que reaparezca de nuevo la primavera. No, no hablo de política, aunque bien podría aplicársele perfectamente hoy.
Ahora, en las calles de mi barrio, las hojas se van entregando al viento y a su liturgia otoñal. Como cardúmenes evitando un ataque, como estorninos en su baile invernal, se revuelven al unísono en la acera, entre el sol y la sombra, giran y cambian bruscamente de dirección, todas juntas, como buscando el quiosco ausente, mientras sus tonos verdosos dejan paso a los ocres. Así no me sorprende ver a los árboles estremecerse de intemperie y abandono, como si reclamasen su propia ley de género arbóreo, sin descartar que ese agitar de ramas sea una forma deliberada de deshacerse de sus últimas hojas. El espectáculo visual me encanta.
Este cambio de paisaje tan aparentemente innecesario me incomoda, sin embargo, como el agua fría que a veces sale de la ducha. Quisiera poder ajustar el grifo del tiempo de tal manera que el otoño resultase mucho más amable, más cálido, más deseable, algo parecido a aquello que narraban los abuelos. Pero no es posible. Bajo los abrigos y paraguas los caminantes pierden su condición de seres reconocibles, la piel se esconde y las palabras sucumben a la urgencia del viento helado. Y los abuelos hace tiempo que no cuentan historias.
Mirar el mundo de esta manera puede que sea absurdo, como absurdo dedicarme a contarlo. La estupidez tiene muchas variables y reconozco que yo domino bastantes. La ausencia de pudor tiene la culpa.
Puestos a recapacitar con cierta condescendencia, me consuela saber que, al menos, he llegado a ser en alguna medida consciente de lo determinante que ha sido en mi vida la propia estupidez. Es como llegar por fin al diagnóstico de una enfermedad crónica que hubiera estado condicionando toda tu vida de forma insidiosa; tener el diagnóstico no te cura, evidentemente, pero te sitúa en una comprensión de la realidad con matices de coherencia que genera cierto consuelo. Es la estupidez en sí misma, eso supongo, un tipo de ceguera con distintos grados de intensidad pero que en cualquiera de ellos cuestiona la nitidez con la que racionalizamos el entorno. Por eso, incluso en el mejor de los casos, cuando uno se sabe contaminado por ella debe de aceptar que cualquier razonamiento es sospechoso de estar afecto por la falta de fiabilidad. Partiendo pues de tal auto-escepticismo infiero que en gran medida la causa última de mi padecimiento bien pudiera ser de origen social. No quiero con esto descargar mi culpa, mi responsabilidad en los demás, pero es tan evidente que he nacido y vivido en un mundo eminentemente estúpido que obviarlo no sería acertado, el contexto en muchas ocasiones determina la manera en que nos conducimos en la vida. Otros son, fueron, inmunes a ello, lo sé, pero yo nunca gocé de ese talento.
Por todo ello os he de confesar que otoño y estupidez se van instalado en mi vida como en una simbiosis sin retorno, la piel se me va volviendo amarillo albero y continúo agitando mis brazos como si pidiera socorro, igual que los árboles sus ramas, en un intento por entrar en calor. Todo apunta al progresivo empeoramiento de esta relación y la única esperanza que me queda es lo poco que falta para tocar fondo. El fondo invernal. Cierro los ojos e imagino que el sol me espera al otro lado de ese quiosco que ya no existe y, mientras llega la primavera, decido dejar constancia de todo ello con estas líneas... ciertamente tan innecesarias como estúpidas.
Es lo que tiene mi ámbito hoy.
Besos."
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