21 de diciembre de 2019

MIENTRAS LLUEVE


"El placer contiene en sí el germen del dolor, pues produce una posibilidad de conciencia que no sólo destruye su plenitud sino que pone de manifiesto su insuficiencia e introduce una duda que lo socava. Esta conciencia que reflexiona sobre el placer es el origen de la moral y recorrerá un camino penoso: la inminencia de la sanción, el remordimiento, el desconsuelo y el sentimiento de lo irreversible."



Vladimir Jankelevitch
La mala conciencia (fragmento)







Admiro la capacidad de la gente sencilla para desentrañar las claves ocultas de los asuntos más cotidianos; eso que suele plasmarse en los refranes. Bien es cierto que, analizado a fondo, ningún acontecimiento resulta ser realmente tan simple como pudiera parecer en un principio, y que la apariencia de las personas es habitualmente un rasgo poco confiable a la hora de revelar su esencia. Un maestro me decía que la realidad es muy compleja y lo complejo no es manejable, por eso nos vemos obligados a simplificar. Me prevengo pues de la gente que aparenta ser lo que no es, de los mensajes de aspecto inofensivo que surgiendo desde la cotidianidad más tribal contienen una carga inductora tan poderosa como sutil, y de la simplificación excesiva. No suelo conseguirlo.






Un claro ejemplo de lo que intento explicar podría representarlo el señor Kleiber (Max; Zúrich; 1893; botánico y filósofo). Profesor universitario especializado en nutrición y energía quien, con un aspecto de inocente elocuencia, definió una ley que lleva su nombre, que responde a la fórmula:

Y = Y 0 x Mb

y que cumplen desde los hongos y bacterias hasta las sequoias o las ballenas azules. Y, como podréis imaginar, crear una fórmula matemática que cumplan todos los seres vivos no es nada fácil. Lo que viene a decir con ella es que la tasa en que un organismo produce energía para vivir a partir de las calorías consumidas (la tasa metabólica) es proporcional a la masa de su cuerpo elevada a la potencia 3/4, lo que llevaría a una disminución exponencial progresiva. Max llega a esta ley cuando, como es habitual en la ciencia, busca una explicación a lo que observa. Y lo que ve es que los animales y plantas más pequeños tienen vidas más cortas que los más grandes y que consumen proporcionalmente más cantidades de alimentos. Es decir, que cuanto más grande es un animal menos energía por gramo de tejido necesita para mantener su homeostasis. No obstante, se necesita incorporar el factor tiempo para modular dicha observación pues, según transcurre, la masa de los organismos aumenta más de lo que disminuye su capacidad metabólica. Esto me permite presentaros a otro hombre de apariencia sencilla, Margalef (Ramón; Barcelona; 1919), quien estableció un principio que lleva su nombre y que postula que los seres vivos serían cada vez más eficientes para generar estructura con la cada vez más exigua energía que disipan por unidad de masa. (Os dejo un vídeo del investigador Ernesto Prieto Gratacós que puede aportar algo de luz en este asunto).






De esta ley surgen importantes claves a la hora de adaptar la dosificación de fármacos del ratón al hombre, por ejemplo, una cuestión sobresaliente en investigación, o la aplicación de la teoría fractal en el desarrollo de los seres vivos. Pero lo que realmente llamó mi atención, antes de llegar a todo este enredo, fue algo mucho más banal, la coincidencia de dos acontecimientos que suceden casi al unísono. Por un lado descubrir que los latidos del corazón de un ratón, durante su año de vida, son los mismos que los del corazón de un elefante en sus setenta años de existencia. Por otro, haber escuchado en las noticias la expresión “fue asesinado de un tiro en la espalda”. Ya sé que ambas cuestiones aparentan pertenecer a mundos completamente ajenos el uno del otro, pero por alguna razón mi cerebro no opina lo mismo.





Estaba con la radio encendida sin darme cuenta, hasta que escuché: “murió de un disparo por la espalda”. Quedé sobrecogido por la frase pero sin el más mínimo interés por los detalles de la noticia. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Me pregunté: cuando la muerte te sorprende por la espalda, ¿también puedes ver pasar toda tu vida ante los ojos en un instante?





El ánimo de los científicos por explicar matemáticamente la vida es incansable. A la ley de Kleiber se le han ido añadiendo otros condicionantes además del tiempo, como la eficiencia o el porcentaje de agua según la edad, para poder entender por qué, dado que la forma de los seres vivos y su evolución responden también a esta ley, un árbol no necesita corazón y un tigre sí. No sé si es adecuado suponer que a la muerte también podría corresponderle una fórmula matemática que la explicase. No lo descarto.





Por supuesto, como ya dije, la realidad es más compleja que todo esto. Tanto es así, que los mismos científicos desconocen cuáles son las matemáticas capaces de postular sus hipótesis más vanguardistas. Mencionaré como ejemplo la que hace referencia a la teoría de cuerdas y sus once dimensiones, siete de ellas inobservables, capaces de permitirnos avanzar a la hora de dar explicación, al menos de eso se trata, a la complejidad que en esencia somos. Y, por supuesto, la fórmula matemática que lo evidencie. Quizá, pienso, los nuevos paradigmas que nos permitan progresar en el futuro desmonten cuantos cimientos han sido y son hasta la fecha básicos en la concepción que tenemos del mundo a los ojos de la ciencia.





Y por qué no, si aquello que nos constituye en lo más infinitamente pequeño se corresponde con estados vibracionales, por qué no traer a colación a la vibración misma en lo que sí es observable. Así, cambiando de tercio, se me antoja que las noticias y la publicidad pertenecerían al mismo tipo de vibración y que sería lógico suponer que una, de características individuales, podría encadenar otras de tipo colectivo, a modo de acontecimiento fractal. Además, el tamaño de la vibración origen sí sería importante aquí, pues cuanto mayor, más fácil resultaría provocar el crecimiento de las vibraciones efecto. El tiempo y la eficiencia también juegan a su favor.





Escuchaba las noticias, repito, como escucho habitualmente los anuncios, sin prestar atención alguna. Como quien soporta inadvertidamente un ruido que solo evidencia su presencia cuando cesa. Pero en un punto se interrumpe tal vibración, es, como ya dije, cuando dicen “un tiro por la espalda”. 





Quiero imaginar la escena a cámara lenta. El individuo camina sumido en sus pensamientos y ajeno a los acontecimientos que pronto acabarán con su vida. De pronto, bruscamente, al ruido ensordecedor de un disparo le sigue una punzada intensa en la espalda y un empuje brusco hacia delante. Detengo la imagen. La expresión de su cara es más de sorpresa que de dolor, aún no ha muerto, aún no es consciente de estar muriendo, aún no ha vuelto al presente desde el lugar donde se encontraba con sus pensamientos. A continuación, en menos de un segundo, su expresión será de dolor, quedará tendido en el suelo y quizá nunca llegue a ser consciente porque habrá quedado sin vida mientras caía. ¿Acaso en esa eternidad de apenas un segundo pudo saber qué le estaba pasando? He conocido pacientes que se mantenían despiertos con el corazón parado mientras se les colocaba un marcapasos externo de urgencia. Así, no sería tampoco descabellado suponer que quizá ese hombre, en su caer sin vida, se mantuviera consciente por unos instantes. En cualquier caso, el margen de tiempo que permite una caída no parece ser suficiente como para analizar la realidad de lo que está pasando. El sonido, el dolor, el empuje, el desequilibrio, puede que sean percibidos sin apenas margen para ser interpretados. Un ¡ay! sin continuidad posible. O no.





¿En qué instante del morir uno recupera aquella historia de su vida? ¿Antes? ¿Mientras? ¿Inmediatamente después? ¿Siempre sucede? ¿Es necesario ser consciente de la inminencia del final? ¿Sucede en esos segundos de inconsciencia tras la muerte en los que aún uno puede ser recuperado para la vida? Es lógico suponer que sea así, pues este acontecimiento se extrae de experiencias narradas por quienes han estado en trance de morir. No obstante, ¿es una experiencia atribuible al cerebro? ¿Lo es a la conciencia? No descarto, por sugerente, que la conciencia sea otra dimensión a considerar. Una dimensión más en esa teoría de las cuerdas. Una dimensión más de esa vibración de las partículas o del universo cuando nos alejamos de la simplificación.





Creo, por último, que un disparo certero por la espalda, máxime si el blanco es el cerebro, no permitiría que la conciencia se percatase de la muerte. Puede que la energía de la bala, su tamaño y tipo, así como las características de la corteza cerebral, su oxigenación o su resistencia a la hipoxia fuesen determinantes en el desenlace de esta farsa que he construido e, incluso, que pudiera desarrollarse una fórmula matemática capaz de expresarlo todo con tanta precisión como la física lo hace de la trayectoria del disparo mismo. Y de la caída de la víctima. 






En 1754, el matemático Abraham de Moivre (1667; Vitry-le-François; Champagne; Francia), hombre sencillo, conocido por la fórmula que lleva su nombre y que vincula los números complejos y la trigonometría y por su trabajo sobre la distribución normal y la teoría de la probabilidad, predijo mediante un cálculo estadístico la fecha de su propia muerte y acertó. 



Me sorprende tal ubicación para la vulnerabilidad.






"Con las primeras violetas viene,
tan acostumbrado al ruido del tiempo,
él, nuestro sueño inhabitable,
transitando solo,
de nube en nube,
nuestro sueño confundido con el mar,
con el sediento desierto,
después de haber besado con labios infinitos
el último horizonte de la vida. ,

Viene desnudo, pensativamente,
bajo el peso de una palabra
horadando su conciencia de lirio incesante,
el sueño que forja palabras verdaderas,
palabras perennes,
el sueño agobiado por una palabra
que nunca osó pronunciar,
ni siquiera frente a un espejo,
la palabra que desde niño
enturbia secamente su voz segura,
su jadeante aliento,
como una flor desfallecida
entre las fauces de un grito,
palabra que se derrumba,
entre músicas sin aposento,
entre silencios velocísimos
devorando palabras nunca dichas.

Y retorna desnudo, sueño muerto,
el ritmo de angustiosos poemas,
poemas virginales de la muerte
y los amigos que por él oraban
en el funeral radiante de sombras,
apenas recuerdan su vaporoso tránsito,
y las ortigas, sin lastimar su piel transparente,
han olvidado aquellas manos soñadoras
antaño heridas por sus aguijones.

Orlaba el laurel su frente de sueño rubio,
y ahora se avergüenza, tímido,
de las frágiles alas suscitando sus vivos vuelos,
porque la única palabra que hubiere querido decir,
no pudo decirla nunca,
-Dios sabe qué misterios anudan los sueños-,
palabra aún por inventar
definitiva como el amor o como el odio.

Porque había un viento negro,
una mañana de tétricos, nocturnos vientos,
y su palabra quedó muerta,
insepulta en los abismos insondables,
germinando en el corazón del sueño,
y hoy regresa,
él, el sueño,
para pronunciar su palabra severamente,
la misteriosa,
cuando ignora que le cercan viejos huracanes,
oh sueño inmortal,
sueño muerto del poeta.
El Señor le ha concedido su póstumo retorno,
bajo el sol que irradia sobre el parque
el fuego vivo nutriendo las estatuas,
pero él, sueño agitado desde el origen de los cielos,
siente que su palabra se anega en silencio calcinante,
y que su voz es nada,
y que su cántico es inútil,
porque no encuentra su palabra última,
y el sueño sonríe,
acariciando húmedas violetas matinales,
para soñarse a sí mismo,
lejos, cada vez más lejos
de este ruido feroz de las horas."


Germán Bleiberg
Retorno Póstumo




Las fotografías son del fotógrafo Matt Blanck

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