19 de abril de 2019

INCIERTA INCERTIDUMBRE



“El silencio y el agua
tienen la misma forma
forma de secreto
del lugar donde se esconden.”


Isabel Bono



Saul Leiter





Algunos acontecimientos tienen la capacidad de evocar emociones concretas, como si estas estuviesen atrapadas en aquellos. A manera de una simbiosis. Ya sabemos que las cosas que nos suceden son, también y fundamentalmente, lo que nos hacen sentir. Indagar en esta evocación podría servir para rescatar viejas historias personales olvidadas. Yo, por ejemplo, os confieso que tuve enuresis nocturna durante más tiempo del habitual. Recuerdo que muchas veces me levantaba a orinar con la satisfacción de haberlo controlado al fin para, momentos después, despertar mojado con la frustración del sueño. Pues bien, aún ahora, en algunas ocasiones, puedo reconocer aquella desagradable sensación de incertidumbre, estar o no soñando, mientras orino. Me considero, pues, justamente sentenciado al auto-escepticismo, una dolencia con matices propicios –¡alabado sea dios!- a la textura de lo humano.

La verdad que jamás ha sido tocada por la duda es como un espíritu arrogante, sombrío y seguro, como el diablo. Lo dice Umberto [Eco] y no seré yo quien le lleve la contraria. Que la incertidumbre me salve de pertenecer al lado oscuro es una proposición que encuentro amable, brillante y sugerente, a la que sin duda me apunto.

El principio de una incertidumbre es ante todo un principio, valga la redundancia, algo que en esencia y al margen del tono imperativo de cualquier ley asienta en la naturaleza misma de la duda: el comienzo de un apasionante desafío de búsqueda y/o una revelación con vocación de reversibilidad: la de unos perfiles imposibles para un acontecimiento nítido. Me gusta ese precipicio. En contraposición, intuyo que una certeza no puede ser mucho más que un final, lo cual, dicho sea de paso y a la postre, no suele resistir el paso del tiempo más de lo que los espejismos pueden resistir a la distancia. Salvo en lo relativo al diablo, claro. Por esta razón si me dieran a elegir entre cabeza de ratón o cola de león yo elegiría sin lugar a duda ser al mismo tiempo la cola del gato de Schrödinger y la cabeza del electrón de Heisenberg. Así, de esta sencilla manera, puedo revelar al tiempo este pedante innato que soy, la gran admiración que profeso hacia la provocación estética de la mecánica cuántica y mi más rotundo de los sometimientos al onanismo de la duda.

A pesar de las apariencias, digo, quiero creer que estamos ya en primavera, al menos a este lado del hemisferio. En otras zonas del planeta, donde todo el año se mantiene prácticamente el mismo clima, no suelen disfrutar de esta sensación nuestra de retorno a la vida y a la luz. De nuevo -¡ay!- surge con fuerza ese vértigo presente en los opuestos y su fascinante elocuencia: luz y oscuridad, frío y calor, vida y muerte… Contrastes imprescindibles para ofrecer a nuestro cerebro un espacio donde disfrutar del placer de reconocerse vivo y frágil. Imagino que si en un futuro lejano desaparecieran estos cambios estacionales perderíamos esa capacidad y dudo que pudiéramos sustituirla por otra semejante. Ubicarse en un proceso de cambio cíclico, como este del clima, donde se hace imprescindible la memoria de lo pasado y su proyección futura, exige desarrollar una conciencia de continuidad no carente de incertidumbre y abonar el contraste de las percepciones, eso que alimenta lo que llamamos experiencia a nivel colectivo e individual. Tiempo, percepción y disparidad sincronizados dentro de una cartografía de la duda diseñada para adaptarse, anticiparse y sobrevivir.

Todo este preámbulo tan innecesario viene a colación, o eso creo, porque he recordado un acontecimiento que viví en mi juventud, el principio de una incertidumbre que me ha acompañado en el transcurso de la vida. Así que, en el caso de que usted padezca una mezcla más o menos heterogénea de aburrimiento, masoquismo y/o curiosidad, le ofrezco la posibilidad de seguir leyendo. Cada cual es libre de perder el tiempo como mejor le plazca.

Resulta que en el grupo de amigos de mi adolescencia, en esa etapa en la que vivir era sinónimo de explorar, hubo uno, Víctor, que desarrolló un cáncer renal incurable. Mientras la enfermedad le iba transformando en palidez amarillenta, cabeza sin pelo y sonrisa triste, la entereza y el ánimo que nos regalaba en cada visita crecían y le fueron rodeando de un halo invisible de grandiosidad que acabó contagiándonos a todos de una admiración y respeto inusuales. Su muerte nos zarandeó a todos. Más que por el gran vacío que nos dejó, que también, por una desconocida y extraña sensación de impotencia al haber perdido para siempre algo que, sospechábamos, no habíamos sabido valorar y retener adecuadamente, por esa incertidumbre sobre la posibilidad de sobrevivir íntegros tras aquella pérdida y por la insospechada vulnerabilidad ante eso que llaman la muerte. No me refiero a la muerte como realidad, ni como concepto al uso, me refiero a la muerte como amenaza, como inminencia permanente de una revelación cruel, inexcusable e invisible con la que deberíamos sobrevivir a partir de entonces. Durante mucho tiempo me arrepentí de todo lo que nunca le supe decir a Víctor.

Pasado algún tiempo, Pedro, otro amigo de la pandilla, me confesó que tendría que marcharse lejos con sus padres para siempre y que quería despedirse de mí. Recuerdo que en aquel momento me sobrecogió el mismo sentimiento de pérdida brusca e inevitable que había experimentado con la desaparición de Víctor y vi en Pedro a un amigo insustituible a quien no había tenido la ocasión de confesar lo importante que había sido para mí. Pero Pedro estaba allí aún y yo tenía ahora una oportunidad, quizá la última, para compartir con él mis sentimientos antes de su marcha y no tener que arrepentirme después. Entonces le abrí mi corazón y le confesé emocionado lo importante de su amistad, el afecto con el que le recordaría siempre, lo difícil que sería para mí no tenerle cerca ya nunca más y lo mucho que lamentaba no poder acometer con él tantos y tantos proyectos que en aquel momento imaginaba juntos. Cuando estaba a punto de echarme a llorar él sonrió burlonamente, todo había sido una broma. Pero no volvimos a vernos.

Ahora, en ocasiones, me siento deliberadamente junto a alguien, conocido o desconocido, en silencio, con la conciencia de que quizá no volvamos a vernos, y encuentro argumentos suficientes para no hablar de ello porque pienso que el mañana es tan solo un artificio de la mente cuando se asoma a la incertidumbre. Y me despido para siempre del presente diciendo un hasta mañana ficticio. Y si me sorprende una desaparición irreparable, exploro los segundos del último encuentro y la equívoca certidumbre de entonces en busca de una pista que me prevenga en el futuro, mientras alimento mi desapego por todo tipo de verdad y lloro de impotencia.

En estos momentos los alcorques se llenan de semillas y el sol amanece por entre los rascacielos de mi terraza, y llueve, y entonces pienso que seguramente algún niño se estará orinando ahora en la cama mientras sueña que es primavera. 

Quizá sea yo.

Aún.

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