1 de mayo de 2019

PABLO


"Tal vez sea eso la tarde, un martillazo
en los ojos. Y la ciudad
una manada de bisontes en estampida."

Tal vez sea eso la tarde (fragmento)
Juan Bello Sánchez







PABLO

Pablo era un niño rubio, de piel muy blanca, con unos pelos en la coronilla difíciles de peinar porque estaban siempre estirados y se resistían a obedecer al peine. Sus ojos, claros y verdes, miraban torcido y le hacían especialmente gracioso cuando sonreía. Sus padres le pintaron de rojo la punta de la nariz cuando era muy muy pequeño pero no consiguieron corregir ese cruce de la mirada. Cualquiera al conocerlo habría dicho que era muy simpático porque, además de su aspecto, tenía muchas ocurrencias que divertían a cuantos le conocían.

En una ocasión Pablo hizo una redacción en el colegio en la que dijo que la distancia a su casa era de un año luz de galletas de chocolate y que su edad era de un quilómetro a la pata coja. Acompañaba su particular forma de medir con dibujos de espirales y flechas por toda la hoja para delimitar el tamaño del texto respecto al del cuaderno. A la profesora, la señorita Rosa, ya no le sorprendía nada de todo esto porque estaba acostumbrada al peculiar comportamiento de Pablo y a sus contestaciones. Otro día le observó moviendo de manera extraña los dedos sobre el pupitre como si estuviese jugando. Al preguntarle qué estaba haciendo, él respondió, con la asertividad de un agente de tráfico, que el pupitre tenía noventa y siete uñas de dedo gordo por cuarenta y ocho del meñique sin los guantes de punto de su abuela Marga. Otras veces, cuando le preguntaban sobre las notas que había sacado en clase, él siempre contestaba en bolsas de caramelos de miel y regaliz negro de cincuenta céntimos. Y así, claro, nadie se enteraba de nada.

En efecto, Pablo fue siempre un niño algo extraño. Algunos incluso se atrevieron a decir que estaba poseído por un espíritu extraterrestre. Lo cierto es que ya desde muy pequeñito su comportamiento llamaba la atención por inusual y a menudo despertaba la curiosidad de todos los que le rodeaban. Por ejemplo, cuando aún era un bebé y sostenía el biberón entre sus manos éstas cambiaban de posición constantemente como si estuviera tomando conciencia de su tamaño. Cuando empezó a gatear se dedicaba a explorar todo lo que se encontraba en su camino. Podía ser la sombra de la mesa de la cocina o a la del sillón del abuelo o la alfombra del cuarto de baño, él movía sus manos de manera sucesiva como si estuviese midiendo las distancias mientras apretaba el chupete entre los labios. Era frecuente que en la conversación de los mayores, entre risas, se hiciera referencia continua a las extrañas cosas que Pablo había hecho tal o cual día. Lo medía todo, pero a su manera. Una vez la profesora le preguntó qué iba a ser de mayor y Pablo contestó que tenía la colección de cromos de azúcar tapándole el ojo bueno pero que le gustaría ir a la luna a poner semáforos. Y cuando daba estas contestaciones, pues claro, uno no sabía si te estaba tomando el pelo, si es que era muy listo o si no se enteraba de nada. Pero te miraba con esos ojos cruzados, casi verdes, sonreía y te seducía con su enorme simpatía. Por eso nadie se enfadaba con él por las contestaciones que daba. Nadie excepto los otros niños.

Según crecía, Pablo iba chocando cada vez más y más con los demás niños, pues no le comprendían y se reían de él. A Pablo no le gustaba nada de nada que intentaran ridiculizarle sus compañeros de clase, pero su amigo Quique, que le conocía desde siempre, le quitaba importancia y le decía que él era mucho más listo que los otros y que le tenían envidia. Porque, claro, es que Pablo sacaba muy buenas notas a pesar de sus rarezas. Sin embargo esta situación le ponía muy triste y las palabras de su amigo no conseguían consolarle.

Un día su mamá le observó mirando fijamente por la ventana, ensimismado, como si estuviera preocupado, se acercó y le preguntó si estaba contando las farolas de la calle; Pablo le contestó que no, que ya las tenía contadas y que eran cuatro volteretas hacia delante encendidas y dos hormigas apagadas hacia atrás. Entonces, ¿qué te pasa?, le preguntó. Con la cara muy triste le contó que los niños de clase se reían de él y que Quique le defendía y que a veces se peleaba con ellos por su culpa. Bea, la mamá de Pablo, que así se llamaba, ya imaginaba que antes o después la forma de ser tan peculiar de su hijo le pondría difícil relacionarse con los otros niños, pero que fuese capaz de expresar su problema de manera tan clara y confiada le pareció un buen augurio. Tengo una idea, Pablo, por qué no haces una tabla de equivalencias con las unidades de medida que usas para que ellos te puedan entender mejor, le dijo. Al instante a Pablo se le iluminó la cara y cambió su expresión porque le pareció una idea muy buena. Voy al cuarto, mamá, cuando la tenga hecha te la enseño a ver qué te parece. Muy bien, le dijo ella.

Pablo tardó tres días en terminar su tabla de equivalencias porque decía que había muchísimas medidas que traducir y que siempre se le olvidaba alguna. Pero por fin pudo enseñársela a su mamá. Iba por el pasillo gritando “ya lo tengo, ya lo tengo, mamá” así que se le podía oír desde lejos según se iba acercando. Llegó alborotado hasta el jardín, con los ojos muy abiertos, deseando ver lo que opinaba su mamá. Vamos a ver. Cuando Bea empezó a leer aquellas equivalencias por un momento estuvo a punto de echar una carcajada explosiva, pero al ver a Pablo tan ilusionado se contuvo para no molestarle. Hizo un gran esfuerzo y se aguantó. Vaya, vaya, que buen trabajo has hecho, Pablo, le dijo. Veamos, aquí pone:

- Tres cajas pequeñas de canicas de cristal equivalen a dos plumieres de lápices de colores.

- Cruzar el pasillo despacio con la luz apagada y los ojos cerrados equivale a ir dos veces al quiosco saltando con los pies juntos.

- Dos minutos de helado de fresa de tres bolas, a despertar por la mañana con besos y abrazos.

- Cantar la tabla del siete a la pata coja, a chupar la cebolla hasta que te lloren los ojos.

- …

Y así continuaba en cada una de sus tres hojas llenas de equivalencias que su mamá leyó con todo el interés y amor del mundo mientras Pablo asentía con la cabeza a cada una de ellas. Ajajá, le dijo Bea, es la tabla de equivalencias más bonita que he visto nunca y cogiendo a Pablo con sus manos le dio un abrazo y un beso enormes, mientras se le llenaban los ojos de agua de mar.

En aquel momento llegó Javier, el papá de Pablo, y al verlos abrazados les preguntó que qué les pasaba. Pablo salió corriendo para enseñarle las hojas que había escrito y Bea le miró con una de esas miradas de complicidad que las mamás mandan a veces a los papás y que quieren decir que el horizonte está rojo porque el sol se va a dormir para que le rasquen la espalda con una nube de algodón. Bajando de su corcel de un salto echó una rodilla al suelo para saludar a Pablo. Mira papá, he hecho lo que me dijo mamá, mira ¿qué te parece? A ver, a ver… y sentándolo en su otra rodilla comenzó a leer en voz alta cuando, de repente, empezó a sonar el cuco del reloj de pared que había en la torre más alta y que siempre sonaba a la hora de dormir. Déjamelo hasta mañana, hijo, lo leeré con tranquilidad y después te digo. Vete a la cama. Buenas noches. Y le besó en la frente, a esa altura donde se cruza su mirada verde clara, acariciándole los pelos en punta de su coronilla.

Esa noche, mientras su papá se quitaba la armadura de hojalata dorada y hablaba con su mamá sobre cuál sería la mejor manera de encauzar la creatividad de su hijo para acercarlo a la realidad sin herir su sensibilidad, Pablo soñaba ilusionado con sus compañeros de clase. Jugaban juntos saltando sobre los charcos y sonreían a carcajadas mientras aparecía en el cielo, cubriendo todo el patio, un arcoíris de cuarenta y cinco colores de pintura de dedo, y su amigo Quique, vestido de astronauta, borraba con una esponja las nubes negras con sus truenos y relámpagos y su maestra Rosa, con un delantal amarillo de manga larga, iluminaba con letras de flores todas las sombras de pesadillas.

Todo esto que te digo parece como un cuento que estuviera midiendo la ternura de un instante, y que bien podría equivaler a decir un buenas noches cariño.

Y Pablo se durmió.











No hay comentarios:

Related Posts with Thumbnails