12 de octubre de 2019

CUCURRUCUCÚ OTOÑAL






Entro en el local, me dirijo a la barra y me siento a su lado, aunque aún yo no lo sé. Alto, con el pelo largo, muchas arrugas y una cicatriz en el labio inferior que se pierde en una perilla blanca. De pronto, sin mediar palabra, me dice, literalmente, que cuando se acercaba con sus ojos lo suficiente a cualquier punto de su piel surgía siempre un pentagrama inalcanzable en el horizonte de sus curvas. Le miro confundido, continúa. Que jugaba entonces a acercar la mano para interpretar su melodía, primero lento, luego rápido, intentando pillar desprevenidas a las notas, los silencios, los compases, pero que sus dedos siempre acababan naufragando en la clave de sol… de la soledad de ella. Me lo dice gesticulando y como si nos conociésemos de toda la vida cuando llevamos apenas escasos minutos al lado uno del otro, en la misma esquina de la barra, sin mirarnos a los ojos siquiera. Levanta el vaso, bebe, y lo deja bruscamente confundiéndose el sonido grave contra la madera con el agudo repiqueteo de los hielos en el interior y con su silencio ronco y espeso. No hay mucha gente en el local. Ha conseguido llamar mi atención y lo miro como quien mira a un niño que llora, sin comprender, y él continúa con este monólogo de bar, del que soy el único espectador, como si mi papel fuese al mismo tiempo esencial y prescindible. No creo que esté borracho. Levanta ahora el vaso y su mirada a la vez y los dirige hacia mí sin mirarme, con gesto de complicidad, como queriendo hablarle a otro que no soy yo. Una noche de luna llena -me dice- mientras le susurraba al oído un poema que le había escrito, observé que el aire que salía de mi boca volvía hasta mis labios cada vez más y más caliente y perfumado, tanto que llegó a quemarme el paladar con el sabor dulce de su hechizo. Y se llevaba las manos a la garganta como si le doliese. Ella -continuaba- había nacido para estar sola y se dedicaba a dar compañía, por eso su voz sonaba a melodía de saxo en una de esas noches grises de jazz que te inundan de melancolía. En ese momento, con mucho disimulo, intenté abrir mi móvil para grabar aquello que me estaba empezando a parecer increíble y al levantar la cabeza me encontré de repente con sus ojos fijos en mí y me asusté. ¿Tú la conocías, verdad?, me preguntó, y apenas pude articular un tímido y escueto no. Sin embargo, comprendí enseguida que su pregunta no requería respuesta alguna. Sí, claro, todo el mundo la conocía, y levantando la mano hizo un gesto al camarero para que llenara su vaso de nuevo a lo que este respondió señalándole el otro extremo de la sala. Entonces, sin decir nada, se puso en pie, giró lentamente a su izquierda, se colocó su sombrero, se agachó para coger el saxofón y se dirigió a la tarima donde ya le esperaban. El camarero, que se había dado cuenta de la escena, me miró con cierta condescendencia e inclinándose hacia mí me susurró que ella fue su amante, que se llamaba Rebeca, trabajaba allí, murió de una sobredosis y él todavía la espera, así, como quien pone punto final a un dilema con el filo de un bisturí usado. Mientras, a través del murmullo, empezaba a oírse la música al fondo y algunas lágrimas parecían querer asomar a mis ojos. El saxo casi siempre me emociona.
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